"Mademoiselle París" por Andrés Quincoses

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Mademoiselle París, como le gustaba hacerse llamar, estaba desalineada; tanto como una puta vieja puede estarlo: la tintura de color amarillo chillón no lograba su cometido por completo y las raíces negras se podían adivinar como un aura oscura cubriendo el cráneo quizás demasiado ovalado. El rouge era de un rosa infantil y, si su uso se hubiese limitado a los labios, hasta podía ser considerado elegante; de todas maneras dichos labios no ocultaban una sonrisa primorosa, las piezas dentales erosionadas por el café, el tabaco y el alcohol que lograba escamotear eran como teclas desvencijadas. La porcina mujer estaba apenas cubierta por un trozo de tela ocre perlado, unas pequeñas lentejuelas centelleaban al ser heridas por la luz, el conjunto parecía un árbol de navidad grotesco y de mal gusto. 
El casino de Tigre era un buen lugar donde perder el dinero: buen servicio, luces, ruido; una metrópolis mierdosa y corrupta que ofrecía un abanico de personajes despreciables. Y el gordo Luciani no era la excepción. Con un pasado tan oscuro como las bolsas que colgaban por debajo de sus ojos, el gordo acudía cada martes de manera incondicional al lúdico establecimiento ataviado con su mejor corbata –una cinta marrón que apestaba a naftalina- casi como una pata de conejo. Y aquella noche, para más, sentía que la suerte estaba de su lado. Así, caminaba contento en un permanente balanceo, tarareando una canción jinglera de los 70’ (su tema preferido). 
Y el Mundo es una casualidad fisicoquímica que se nutre de pequeñas casualidades, sino allí estaba Mademoiselle París que logra escuchar, entre tanto jaleo y sirenas de Jackpot, la melodía que el obeso hombrecillo paladeaba entre dientes. Un espasmo nervioso recorrió a la mujer -Es él- se dijo -es ese hijo de puta- entonces, un viaje mental la retrotrajo poco mas de tres décadas a aquellos días de tortura y vejaciones, de humillación e infinitas invasiones genitales, esos días de eterno arrepentimiento de su militancia política. El gordo Luciani era apenas el cochero y amo de llaves de aquel sector de “El Campito” el centro de detención que era común denominador de sus pesadillas; apenas el cochero, pero también el más hijo de puta. Y cuando se tiene a alguien tantas veces adentro, resulta imposible sacarlo después. 
Ahora la casualidad entraba en juego otra vez, la nueve milímetros del policía con quien la mujer se había encamado horas atrás, latía ruidosamente contenida en el pequeño bolso de cuero blanco. –Teneme el fierro gordita- le había pedido el cana –Paso a la noche por el casino y me lo llevo ¿dale? Pasa que estos muchachos que voy a ver no pueden saber que soy poli. ¿Entendés?- y ella entendía, claro que entendía. 
La reina recién caída sobre el verde paño, le daba algo de setecientos pesos al gordo en apenas la cuarta mano que jugaba, evidentemente era su día de suerte. Además, una mujer vieja –aunque cojible- pensó, se había acercado mirándolo sin disimulo y ahora le deslizaba un impúdico dedo por la espalda. Sintió la uña deslizarse cuesta abajo por la espina dorsal, y luego el caño frío apoyarse sobre la calva nuca. Alguien gritó y, antes de que el gordo pudiese entender, Mademoiselle París, como le gustaba hacerse llamar, tiró del gatillo y se liberó de mucho, mucho más de lo que ustedes pueden entender. 


Andrés Quincoses



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