Ramas y Raíces por Andrés Quincoses

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En primer lugar, deseo agradecer sus comentarios para mi escrito anterior. Sinceramente, sus aplausos son una música incomparable para mis oídos y constituyen lo más lindo de este humilde y prematuro camino que transito junto a ustedes.

Ahora, sin habernos sacudido completamente lo emotivo del día de la madre, les acerco estas pocas líneas.



Ramas y Raíces




Definitivamente había crecido…
El árbol se erguía majestuoso y seguro, único soberano de la pequeña parcela de césped, sus hojas regalaban sombra a la hierba atenuando brevemente el incisivo y rabioso hostigamiento solar, los anillos que formaban el tronco: seguros, anudados por fuertes manos; las ramas que anticipaban la copa eran como venas en un brazo abierto, impredecibles, llenas de vida. Latentes.
Venas, sangre, todo lleva a todo.
Roberto miraba el árbol con orgullo, uno particular, una pequeña medida de melancolía añadía un sabor especial a sus sentimientos, un sabor agridulce, dicotómico y salobre -como la sangre- es que todo lleva a todo.
Los brazos en jarra, las manos rastrillando recuerdos en los bolsillos, las mismas manos que habían forjado el destino del árbol, aquellas que alimentaron sus raíces y albergaron su semilla.
Semilla.
La semilla de Roberto, su sangre plasmada en un cuerpito de niña, correteaba libremente dibujando torpes círculos bajo la sombra de las hojas, esquivando con habilidad los nudos que sobresalían de la tierra. Incansable.
Y, al ver la escena, las raíces de Roberto volvían a él con furor (podía sentirlas) golpeándole el pecho, embistiéndolo de lleno como un animal de pesada cornamenta. Tangibles « ¿Estás ahí?», dolorosas «¿Aún estás ahí?» familiarmente cálidas « Prometiste que siempre estarías»
Roberto cerró los ojos.
Eso era una luz, una luz dentro suyo, ¿Una luz de Sol?. Sí, un Sol naranja y dulzón como el interior de un durazno. Y Roberto corriendo, corriendo bajo el Sol. Ahí, en ese lugar donde hoy se alzaba el árbol, y alcanzó a percibir una voz encantadora, una voz de mujer más dulce que mil duraznos: su madre -un recuerdo en sepia- una melodía tarareada a capella, un juego, una canasta con tostadas calientes esperando en la mesa -un aroma inigualable-, algo de tierra y un árbol que nacía.
Los ojos de Roberto se abrieron -pupilas vidriosas- dos pesadas lágrimas iniciaron su camino surcando el rostro. «¿Estás llorando, papá» preguntó la niña «No llores, yo te amo» Tácito puñal, deliciosa herida.
Y allí estaban los dos: Roberto y el árbol, ambos con sus ramas y raíces bajo un cielo exultante de algodón, ambos formados por las mismas manos, ambos inmóviles, ambos tan llenos de vida. Y entonces, el hombre comprendió que una tarde, más de treinta años atrás, él y su madre habían plantado mucho más que un simple árbol.
Roberto abrazó a su hija y la besó en la frente, por un momento temió que tanto amor le haga explotar el corazón como un viejo globo.
Claro que no sucedió.
Los esperaban unas tostadas, una merienda y quién sabe cuantas cosas más.
Mientras tanto, el árbol no mostró ninguna de señal de haber percibido el hermoso momento, simplemente se quedó allí…
Firme.
Seguro.
Feliz.





Andrés Quincoses

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