"Freak Show" por Andres Quincoses

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Me complace saludarlos una vez más. Hoy les dejo un cuento un poco más largo, espero que no lo sea demasiado y que tengan un puñado de minutos para dedicarle a su lectura.
Desde ya muchas gracias por pasar.

Freak Show

-¡No te acerques tanto Benjamín! ¿Es que estás loco?.- Gritó la señora, horrorizada, al ver a su pequeño hijo dirigirse en dirección a mi persona.
Sin embargo, ese episodio ya había dejado de generar sensación alguna en mí; de hecho, la expresión que mostraba el rostro de la mujer con cabeza de cerdo, era tan trillada ante mis ojos como la suciedad que me rodea. La mencionada mujer se acercó a mí regalándome su más sincero gesto de asco: la parte izquierda del labio superior crispada hacia arriba, los ojos altivos y las fosas nasales dilatadas dándole, si cabe, una apariencia aún más porcina. Si tan solo ella pudiera verse, apretujada en ese vestido verde chillón, coronaba su cabeza un sombrero hongo de pésimo gusto y estaba maquillada aún más exageradamente que los payasos que suelo ver a diario.
Ni siquiera la odié. No lo merecía.

Soy el monstruo de Marrakech, es cierto nunca conocí esa zona, pero alguien decidió que ese nombre me daba una apariencia aún más desagradable (como si hiciera alguna falta), soy algo menos que una persona, soy un mutante, una aberración, un irrespetuoso sucedáneo de la raza humana. Soy el hombre que buscan.
Nací hace algo más de 20 años. Imagino la resignada felicidad de mis padres (progenitores, padres es una palabra inmensa) cuando fueron informados de que la deforme criatura que concibieron moriría pronto. No sucedió, quizás la naturaleza no sea tan sabia después de todo, o quizás ésta haya elegido que pase mi vida en una jaula exhibido impunemente ante los morbosos ojos de la plebe – «Una moneda de cobre!, una pequeña moneda y verán al temible monstruo de Marrakech!»-.
Inherentes de miseria, ignorantes... despiadados.
Pasé la mayor parte de mi vida en esta jaula, durmiendo sobre una capa de polvo del grosor de un colchón -gris como mi concepción de justicia- con la impotencia convulsionando mi estómago segundo a segundo; como si tuviese una rata viva dentro, una rata que contamina cada una de mis percepciones, que me mata lentamente. Pasé la mayor parte de mi vida con el desprecio que ustedes me brindan pudriéndose entre mis dedos, supurando un odio amarillo, como pus.
Los únicos momentos de mi existencia en los cuales me siento a gusto son aquellos en los cuales me entrego, pleno, a un libro -he aprendido a leer y a escribir por mis propios medios- Llevo la cuenta, he leído cuatrocientos setenta y dos libros. Uno de los cocineros me los trae, debe de ser lo más parecido a un amigo que tengo.
¿Pueden imaginarlo? El animal lee y piensa, y seguramente lo hace con más claridad que muchos de ustedes. Pero,… ¿Pueden imaginarlo?
Vivir –vivir, otra palabra grandilocuente dado el caso- en una feria que recorre el país para que gente con diferentes acentos puedan estudiar cuidadosamente mi malformada anatomía. Porque vivo en esta feria ambulante, la feria de Mr. Darahaim, estoy seguro de que habrán visto los anuncios “La increíble y única feria de Mr Darahaim animales, monstruos, contorsionistas, malabaristas, payasos y enanos de todos los rincones del globo. Un espectáculo como ningún otro” Si, estoy seguro de que lo habrán visto.
Vivo en esa feria.
Vivo en esta jaula rodeado de abusadores que convierten un manojo de desdichados en dinero, aquí donde los únicos detalles que ornamentan mi hábitat son restos de basura cáscaras de frutas, insectos y unas cadenas -«No se preocupen señores el salvaje esta encadenado» - ciñendo mis muñecas como una burlona joyería barata.
El pasado tiene rostro de miseria y crueldad.

De todas formas, las peripecias del pasado se antojan insípidas a la hipérbole sombra que arroja el acontecimiento que tendrá lugar esta noche.
En unas horas dejaré todo esto atrás, o al menos los incisivos filos, las cicatrices las arrastraré a mi previsible y prematura tumba. Esta noche me iré, la niña de ojos orientales ha cumplido su promesa y las presentes horas le sacan brillo -desdeñosas- a un escape que encausará más de un mañana.
Pero estoy salteando escalones como un niño apurado. Volveré sobre lo andado, no tengo apuro alguno, por vez primera el tiempo es mi leal socio.

*****
Hace ya algunos meses, en otro día de pueriles visitas, captó mi atención una pareja. A primera vista se los podía identificar como extranjeros, ya sea por sus ropas extravagantes, ya por el tono ébano de su piel; pero lo más extraño era sin duda la niña que los acompañaba, una pequeñita saltarina que lejos de parecer africana portaba, en cambio, unos delicados rasgos orientales; tenía la edad suficiente como para saber odiar pero la expresión serena de quien aún no la había hecho. Se movía con soltura devorando con curiosidad cada detalle. Después de varias vueltas, caminó hacia mí con paso decidido y se ubicó cual espectador en una vieja caja de frutas a metros de mi jaula. Sus ojos, cual suaves ranuras, transmitían una sentimiento diferente del miedo y del asco que constituían mi moneda corriente y me hacía difícil descifrar que despertaba yo en ella.
Al fin tras un breve preludio, disparó
- Hola - dijo sin más.- Tú no eres un monstruo como los de los cuentos, no me das miedo. ¿Cómo te llamas?- preguntó.
La deformidad que me aqueja me restringe el habla por completo, entonces intenté transmitirle mi agradecimiento por su saludo, con una mirada, mientras buscaba a tientas un papel. Al fin logré escribirle mi nombre en una sucia hoja, ella me confío el suyo y me hizo confidente de la historia de su corta vida. Así, en unos minutos supe que había sido adoptada, que nunca supo nada de sus padres biológicos, que le gustaba el olor a vainilla y que podía hablar en tres idiomas. Cada palabra de la niña era como una caricia y deseé en una locura egoísta que la encerraran junto a mí, que no pudiera irse jamás. Viajaba en sus palabras, como en un sueño, y conocí verdes valles; jugué junto a ella a explorar los tejados de su hogar en donde guardaba sus “tesoros”, tomamos té de frutos silvestres en la inmensa sala de su casa, conocí a “Bandido” su gato atigrado, que se convertía en feroz león en las noches de miedo. Por primera vez experimenté una sensación de felicidad, estaba hechizado con su relato y hubiese tomado como dogma cualquier cosa que ella dicte.
Al fin, tuvo que irse pero prometió volver a diario. Y cumplió. Descubrí un árbol de historias deliciosas, una fuente de vida infinita; cada tarde monologaba para mí un relato que se me antojaba exquisito. Pronto se acostumbraron a verla por aquellos lados y su gracia innata ganó el beneficio de todos, transcurrieron semanas y la niña se convirtió en uno más de nosotros.
Hace dos días, llegó llorando. Acongojada, me confesó que estaba cansada de sus compañeros de colegio que se burlaban de su naturaleza oriental. Fue un impacto instantáneo, nuestras miradas se encontraron en mutua comprensión y, por primera vez, se acercó hasta que sólo nos separaban los gruesos barrotes de mi jaula; sus pequeñas manos recorrieron mis cadenas.
- Voy a liberarte- exclamó.- Ya he pensado en todo.
Un golpe de sangre en mi estómago me sacudió violentamente, la niña me soltó y se despidió por aquel día, dejándome más solo que nunca.
Hoy ha vuelto, traía con ella una canasta de latón con galletas, habló con la verborragia acostumbrada pero no mencionó nada acerca de liberarme. Así, cuando empezaba a creer que había sido una jugada de mi imaginación sucedió, la niña palideció casi hasta la transparencia y comenzó a convulsionarse en violentas arcadas y furiosos vómitos. Al fin, algunos miembros de mi compañía repararon en ella y se la llevaron entre gritos de alarma. Yo jamás sospeché lo que iba a suceder, alrededor de media hora después regresó envuelta en una manta de terciopelo, seguía pálida y demacrada y estaba acompañada por tres miembros de la compañía. Se acercó, tomó su canasta de latón y al pasar cerca de mí me miró intensamente durante un eterno segundo, dejando en mí una instantánea que jamás voy a olvidar, estiró su mano como en cámara lenta y soltó disimuladamente su pañuelo en un rincón de mi jaula. Creo que a estas alturas no necesito decirles que es lo que el pañuelo envolvía.

*****

Las llaves de este confinamiento laten entre mis harapos en un bombeo casi audible, no he resistido probarlas, abren perfectamente. Tantos años de reclusión forjados en estos pocos centímetros de metal, tanta miseria amalgamada rompiendo olvidos entre mis dedos y una ilusión a cuentagotas que degenera mis sentidos como opio.
Sufro.
Aguardo.
“Tememos a lo que desconocemos” dijo alguien, y ahora lo comprendo, un Mundo desconocido me susurra al oído que me espera; paciente, satisfecho, tranquilo como una partida de caza que- victoriosa- sólo mata por placer, la noche es un gran abismo vertical que me absorbe a dentelladas frías.
El poco movimiento circundante me indica que ya es tiempo, deslizo mi mano a mis bolsillos asiendo mi libertad con garras de cuervo. Voy a salir.
He decidido dejar estas líneas, no sólo como endecha de libertad, sino para que puedan ver desde mis ojos y entenderme, quizás uno de cada diez lo logre y no me tema. Quiero dejar sentado que no soy peligroso, el único crimen que ensuciará mis manos ya estará cometido para cuando lean estas palabras. Porque estoy decido a hacerlo, voy a dibujar una roja y definitiva sonrisa en el cuello de Mr. Darahaim, uniré sus orejas con una fina línea de muerte, pero ya no más; crean en mí cuando digo que no volveré a lastimar a nadie.
De todas formas no soy ingenuo, sé que van a buscarme. Estoy seguro de que habrá hordas de paladines de la burlona sociedad dispuestos a salir a la caza del temible monstruo. Así que, a esos justicieros de la injusticia, a esos que vienen por mí....disparen, apunten al pecho, al fin sabré si estuve vivo.

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