Gente extraña, un mundo nuevo

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Todo comienza con una conversación de la cual alcanzo a oír solamente la mitad. Es irrelevante el eje por sobre el cual se movía la charla, el asunto es que al ser oída sólo parcialmente las palabras podían ser aplicadas para diferentes situaciones de la vida; inevitablemente, mi mente se dispara generando las más disparatadas teorías.
Cabe aclarar que esto sucede durante un viaje en colectivo, entonces el juego se propaga y estudio las demás caras que viajan conmigo, y a todas les invento una historia: Un viejo con cara de amargo y un traje barato se vuelve para mí un tipo fracasado que no logra ascender en un puesto de trabajo en el cual se desempeña hace años; es de marcada obviedad -para mi imaginación- que aquella señora cuarentona demasiado bien producida para las tres de la tarde se va a encontrar con alguien en una cama; la gordita que viaja al lado mío está triste, se debe ver fea, le sobran algunos kilitos pero es preciosa (doblo el cuaderno un poquito, no sea cosa que lo lea); el colectivero es una bolsa de rulos maleducada que no deja de mirar con ojos de lobo a toda pendejita de pollera que pase cerca del Mercedes Benz rojo y negro, y se me ocurren perversiones tristísimas para él. Paramos en Maza y Av San Juan, sube una viejecita que no podría ser otra cosa que una abuela malcriadora. Y así voy poniendo adjetivos a los demás pasajeros: feliz, exitoso, pajero, pobre tipo, buena amiga, comunista, mientras escribo lo que fue el borrador de la presente.
Entonces reparo en ella, debe de tener mi edad, es linda -quizás demasiado- me mira y sonríe y comienzo a preguntarme quien seré yo para ella, quizás un pibe de traje escribiendo una carta para una novia, quizás ajustando las últimas palabras de algún trabajo práctico; no creo ni por asomo que adivine que estoy gestando esta diatriba de la cual hasta ahora ella se salvó. Imagino que imagina que estoy imaginando. Es mi turno ahora de decidir quién es ella. Entonces muevo y el juego vuelve a empezar.


Andrés Quincoses

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